Octava entrega

 

 


Recuerdo con amargura esos días, no sólo por su muerte, sino porque fue cuando descubrí el asunto de la paternidad de Freddy, como ya he contado. Engels siempre vivió bien, y sólo los últimos meses de vida tuvo que sufrir.

 

De: Louise Freyberger

A: Eleanor Marx

5 de agosto de 1895

Querida Tussy:

El viejo y querido General cayó dormido plácidamente y sin sufrimiento a las 10:30 del día de hoy.

Salí de la habitación para cambiarme y ponerme algo para la vigilancia nocturna, estuve fuera cinco minutos, y cuando volví todo había acabado.

Tuya

Louise

 

Cuando murió, hicimos incinerar su cadáver, tal como había dejado encargado. Unos días después, con Edward, Bernstein y Lessner, llevamos la urna con sus cenizas a Eastbourn, el pueblo donde le gustaba pasar sus días de vacaciones, alquilamos una barca, nos adentramos en el mar y allí esparcimos sus cenizas. Igual que durante toda su vida cedió la primacía a mi padre y quiso mantenerse en un segundo plano —aunque en realidad nunca lo estuvo, fue tan responsable como mi padre de las empresas que emprendieron y se encargó de satisfacer las necesidades de la familia Marx—, no quiso que le enterraran, para que los obreros de todas las épocas visiten la tumba de mi padre, no la suya.

 

 

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Edward es un enfermo moral y yo he querido curarle. Pero ya es tarde. Tarde para los dos, para él y para mí. Ya he desistido de hacerle cambiar, y ahora lo único que quiero es descansar de una vez. Ya no habrá más discusiones ni más sufrimiento. Va a salir a arreglar unos asuntos —eso me ha dicho; a saber con qué sucia amante se va a encontrar—, y aprovecharé para enviar a Gertrude a que compre en la botica el fármaco liberador. Dentro de unas horas llegará el sueño eterno, la falta de sensación, y con ella la falta de dolor. Porque, ¿qué otra cosa es el dolor sino sensación dañina, ya sea procedente del cuerpo o de la mente? ¿Y qué cosa es la muerte sino la ausencia de sensación y de dolor? Cuando el querido veneno detenga mi respiración, mi corazón, mi cerebro habré dejado de sufrir. Dicen que el efecto del ácido prúsico —más conocido como cianuro— es terrible y doloroso, pero también muy rápido. Unos minutos de convulsiones, rigidez muscular, pulso acelerado, dificultades para respirar y sensación de quemazón por todo el cuerpo, y al final el corazón deja de latir, los pulmones de respirar y sobreviene el coma irreversible. El tradicional arsénico es mucho peor, con largas horas de náuseas, dolores, calambres, diarreas y vómitos. Además, con tanto tiempo y esos síntomas tan notables corro el riesgo de que llamen a un médico y me dé algún antídoto, igual que pasó en aquella ocasión, hace más de diez años, en que Edward me humilló y yo tomé una buena cantidad de opio, pero me descubrieron y lograron salvarme haciéndome ingerir unos cuantos cafés bien cargados y no dejándome que me quedara quieta.

Sólo espero que el color azulado que mostrará mi cuerpo no deje un cadáver poco estético de ver. Por algo voy  a estar recién bañada y me voy a poner un bonito pijama blanco. Ya que voy a acabar con todo, que sea bien y no de cualquier forma. Va a ser como Madame Bovary, pero sin el maldito arsénico. Al final resultará que durante mi vida no he podido cumplir mi gran sueño de ser actriz —después de que mi querida profesora me dijera que no tenía el talento suficiente—, pero pondré fin a mis días de un modo novelesco. Sólo espero que la posteridad sea benevolente conmigo.

Ansiamos vivir cuando nuestra vida está llena de alegría y gozo. Nos aferramos a la vida cuando nos queda algo por lo que luchar, o cuando siguen presentes algunos de los placeres que le dan sentido. Pero, ¿qué sentido tiene vivir cuando lo único que nos queda es dolor? Y no hablo del dolor físico, ese que puede amortiguarse tomando una píldora de opio. Hablo del dolor del corazón, del dolor emocional, ese que necesitaría de altas dosis de láudano, administradas de forma continua, varias veces al día, día tras día. Ese que no tiene cura porque su causa es una persona que actúa intencionalmente, y que sabemos que nunca dejará de obrar así porque no puede ser de otra forma. ¿Qué otra alternativa tengo? ¿Matarle? No sería capaz de hacerlo, y aunque pudiera lo peor no sería la cárcel, no, sino el remordimiento durante toda la vida por haberlo hecho y el dolor de haber acabado con la persona a la que yo quería. ¿Irme de su lado, olvidarle? No soportaría que tuviera una vida sin mí, que fuera feliz sin mí. ¿Estar toda la vida sedada, bajo los efectos del opio a grandes cantidades? Llegaría un momento en que la dosis necesaria sería demasiado alta, y además creo que la vida hay que vivirla con lucidez, no en estado de sedación. No. La decisión que he tomado es, sin duda, la más adecuada. Decía Epicuro que no debemos temer a la muerte porque, cuando nosotros somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos. Nunca llegamos a sentir qué es la muerte, y el proceso de morir no puede ser doloroso cuando es producido por un tóxico como el ácido prúsico. No voy a sufrir, y en cambio voy a poner fin a todos mis sufrimientos. Una decisión correcta, por tanto.

 

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El 31 de marzo de 1898, por la mañana temprano, Edward Aveling se vistió a duras penas para dirigirse a Londres él solo. Eleanor le rogó que no fuera, no sólo por su salud, sino porque no quería que se viera con ninguna amante ni con aquella a la que había convertido en su esposa. Edward no dijo nada, terminó de vestirse y se marchó.

A las 10 de la mañana, Eleanor envió a la criada, Gertrude Gentry, a la botica de George Dale, situada en el número 92 de la calle Kirkdale, con una nota que decía: “Por favor, entregue al portador cloroformo y una pequeña cantidad de ácido prúsico para el perro”. La nota incluía las iniciales E.A., y una tarjeta a nombre del doctor Edward Aveling. La criada regresó con un paquete que contenía dos onzas (60 mililitros) de cloroformo y un dracma (la octava parte de una onza, es decir, 3,75 mililitros) de ácido prúsico. También trajo el libro de venenos. Eleanor lo firmó con sus iniciales E.M.A. (Eleanor Marx Aveling), tras lo cual Gertrude fue a devolver el libro al boticario. Cuando volvió a casa, alrededor de las 10:45, subió a las habitaciones de la parte superior de la casa y encontró a Eleanor tumbada en la cama respirando con dificultad. Le preguntó qué le ocurría, y al no recibir respuesta corrió a la casa de la vecina, la señora Kell, para pedir ayuda, y después a casa del médico. Cuando la señora Kell entró en el dormitorio de Eleanor, el veneno ya había cumplido su misión. Cuando llegó el doctor Henry Shackleton, tras un examen del cadáver, dedujo, por el color de la cara y por el característico olor a almendras amargas, que la causa de la muerte había sido un envenenamiento con ácido prúsico.

Eleanor había escrito dos notas de despedida.

Una para Aveling:

Querido, muy pronto habrá terminado todo. Mi última palabra para ti es la misma que te dije durante todos estos largos y tristes años: Amor.

 

Otra para su sobrino favorito, Jean Longuet:

Mi queridísimo Johnny:

Mis últimas palabras son para ti. Intenta ser digno de tu abuelo. Tu tía Tussy.

 

La muerte suscitó muchas reacciones. Hubo quien dijo que había habido un pacto de suicidio entre Eleanor y Edward, y que éste no cumplió su parte y la dejó morir. También se dijo que él conocía sus intenciones, que se marchó de casa para no estar presente durante la muerte y que regresó cuando estuvo seguro de que todo había acabado.

Bernstein escribió un artículo expresando su opinión:

(…) El doctor Aveling no ha intentado poner en duda ni refutar lo expuesto, ni tampoco librarse de la sospecha que todo esto arroja sobre él. La sospecha consiste en que el doctor Aveling, cuando salió de casa el 31 de marzo, sabía que Eleanor estaba decidida a acabar con su vida, y también sabía que había conseguido veneno para tal fin, y sabiendo esto, no obstante no hizo ningún esfuerzo para evitar el suicidio.

Por tanto, que el doctor Aveling tenga, o no, responsabilidad criminal en la prematura muerte de Eleanor Marx, sólo puede decidirlo una investigación judicial. En cuanto a su responsabilidad moral, lo siguiente servirá a modo de aporte (…)

En el artículo, Bernstein resumía los últimos meses de vida en común de Eleanor y Aveling, las llamadas de socorro a Freddy Demuth y la actitud de Aveling la mañana del día del suicidio y cuando volvió a la casa, con Eleanor ya muerta. Bernstein afirmaba que, sin lugar a dudas, Aveling fue responsable moral de la muerte de Eleanor Marx, y tal vez responsable judicial.

 

Al funeral, celebrado el 5 de abril en el cementerio de Waterloo Station, acudió una gran multitud. Pronunciaron discursos varios dirigentes; Bernstein, entre otros. Sobre el ataúd había coronas de flores enviadas por la Federación Socialdemócrata, el Partido Socialdemócrata Alemán, numerosas agrupaciones de trabajadores y redacciones de periódicos. Aveling asistió, pero se limitó a pronunciar unas palabras sin ningún sentimiento y sin lágrimas en los ojos. El día anterior había ido a ver un partido de fútbol. Según Bernstein, si no hubiera sido porque no querían un escándalo público, la gente le habría despedazado. El cuerpo fue incinerado y Aveling no solicitó quedarse con las cenizas. Después de la investigación judicial, no fue encontrado culpable de ningún cargo.

Eleanor pudo descansar por fin en paz. Seguramente las palabras de su amiga, la actriz Olive Schreiner, no fueron en absoluto negativas: “Me siento muy contenta de que Eleanor esté muerta. Es una gran suerte que por fin haya logrado librarse de él”.

Edward Aveling recibió mil novecientas libras de la herencia, que se gastó en poco tiempo, en parte para pagar sus numerosas deudas. De todas formas, no pudo disfrutar demasiado porque murió cuatro meses después, de enfermedad renal. Durante ese tiempo se le prohibió asistir a las reuniones del partido y del sindicato.

La pequeña urna con las cenizas fue recogida por Lessner, que depositó en su interior una tarjeta que decía “Estas son las cenizas de Eleanor Marx”. La llevó a las dependencias de la Federación Socialdemócrata, donde el secretario la colocó sobre la estantería acristalada de un armario, donde permaneció 23 años. Después de muchas tribulaciones, en 1956 fue enterrada junto a los restos de Marx, su mujer, su nieto Johnny y Helene Demuth, bajo el monumento a Marx que hay en el Cementerio de Highgate, de Londres.

 

(Continuará)

 


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Freddy Demuth, el hijo bastardo de Karl Marx

 

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